lunes, 30 de mayo de 2011

La Bolsa

Siempre le atrajo el mar, asique se decidió por una mesa lo más cercana posible al agua.  El sol lanzaba destellos iluminando aún más la mañana.  Estaba de paso, sólo de paso, pero algo atrajo su atención en la terraza; vió una bolsa con un nombre, “Panadería El Sol”; eso bastó para decidirse a mirar la persona que la portaba.
Era el nombre de la panificadora de la esquina de su casa en Córdoba, Argentina; más explícitamente en la esquina de 9 de julio y San José de Calasanz, frente al colegio Carbó y en diagonal exacta con el departamento de su abuelo. La puerta vidriada de madera daba vueltas como una calesita a la que se sube gente seria y bajan chicos contentos. Niños grandes con azúcar impalpable pegada a la nariz y dulce de leche entre los dedos. El que pisaba la vereda sin haberle cortado la puntita al vigilante o la cascarita crocante y dorada al pan de miñón, lo hacía dando la vuelta en la esquina. Debajo de los jacarandá de la vereda ancha de la escuela, junto a los pétalos de flores azul-lavanda que caían de los árboles, había siempre palomas picoteando las miguitas que dejaban los chicos cuando, entre la hora de la salida y la de ingreso a gimnasia, devoraban los cuernitos salados que compraban después de “hacer una vaca”( rejunte de monedas perdidas al fondo de las mochilas, manchadas de tinta; el billete azul de dos pesos ganado por ir a hacer las compras a la feria o el montoncito de centavos descubiertos adentro de los ceniceros, los bolsillos internos del saco de vestir de un padre, la cajita dorada de música clásica con una bailarina de cara despintada sobre la mesa de luz o la lata sin tapa donde van todas las cosas que no se sabe en el momento dónde ponerlas. Puñaditos de minutos robados de una siesta  jugando a ser un ladrón.
 El corazón le latió notoriamente y su cara tuvo el descaro de sonreír sin poder evitarlo.  La felicidad volvía por un instante a invadirle el cuerpo. La emoción, bien oculta durante dos años, había ganado las escondidas. Las emociones imprevistas habían perdido el control y exponían, espontáneamente, el rostro en su más perfecto estado de alegría.  Qué hacer. Sigo al hombre de la bolsa para averiguar si… qué ridiculez. ¿Qué le voy a decir? Que su bolsa lleva el olor a medialunas recién horneadas y la fragilidad de los merengues?  Que tiene amarradas de unas manijas de lienzo color crudo las manos de él? 
Sintió que esa bolsa era suya, que la había perdido por ahí;  quiso convencerse de que la venía a buscar, de que llegaba para ser cargada con pocas cosas, para no romperse en el camino, pero con las suficientes como para justificar el retraso.
El hombre que la poseía en ese momento, se apoyó sobre la barra de un bar instalado en la playa y comenzó a conversar con el que preparaba los tragos.  Había apoyado la bolsa sobre una de los cinco taburetes, el que estaba a su izquierda, junto a uno desocupado.
 Estaba viendo bien, no? Subío a su frente los anteojos de sol y, cerciorándose de su observación, miró hacia ambos costados, acomodó su sombrero, volvió a calzarse las sandalias que se había quitado para sentir la arena del mar y tomó su cartera blanca, de cuero.
 Primero, frotó la planta de cada pie sobre el empeine del otro; recordó el color con el que se había pintado las uñas la noche anterior sobre la cama mirando televisión y encaró hacia el gacevo de la barra de bebidas donde se hallaba el hombre que no sabía que estaba haciendo uso de algo que realmente, no le pertenecía.
El merecido poseedor del objeto tan preciado, debería ser aquél que hubiera o hubiese experimentado alguna vez, la dicha de salir de la panadería “El Sol” con la humeante y tibia promesa de un especial desayuno con un ser muy amado. Y no creía que hubiese en el mundo un amor como el de ellos.
 Juan y ella habían crecido juntos desde los quince años. Eran amigos, los mejores; luego el roce imprevisto de sus dedos, habían desgarrado la trama de una profunda amistad. No era “eso” algo posible entre los dos. No se lo podía ni imaginar. Y luego vino la separación. Pasaron muchas tardes y otras tantas noches y la luna se puso redonda ciento cuatro veces. Cuando él decidió buscarla, ella ya lo estaba encontrando.
Cuánto asombro, el uno con el otro reconociéndose!  ¡Qué dicha la de las rutinas…como la de los desayunos de los sábados y domingos!...  No había hijos, pero se colmaban uno con el otro en esos detalles que aseguran un camino tranquilo y feliz.
Hasta que una mañana, al ir al quiosco a buscar el diario, Mario, el diariero, le descolgó el único periódico que quedaba en la mañana, el que anunciaba un día quebrado, roto e irreparable. Se declaraba la guerra de Malvinas.
 Hasta que tuve que llenarle la cara de besos salados, olvidando la calma de nuestra vida.  Y su frente apoyada sobre mi hombro. Cómo pesaba…tanto como mi mano intentando nunca desatarse de la suya.
Primer baja, el piloto García Cuerva; segunda, tercera, cuarta y todas, me avisaban que el tiempo se acabaría. El buque. Él estaba allí. Y luego, ya no estaba.
Apenas supo del hundimiento, partió al país de su abuela, con la promesa de volver a comenzar desde las raíces. La ira regía sus pasos. Primero le dolía, como una pierna recién amputada; más luego la llevó dignamente. Dejó la sonrisa. Era una incómoda mueca que sólo gesticulaba en las entrevistas de trabajo.
El hombre de la bolsa con el sol xerografiado, seguía, gracias a Dios, en el mismo lugar; sólo que se había sentado. Ya no conversaba.
Y, con un rápido movimiento, ubicándose de perfil, buscó la bolsa y la abrió metiendo el brazo hasta el fondo, como tratando de tocar un pequeño objeto.  Qué será. Por qué tendrá que tomar nuevamente esa bolsa, mi bolsa.
Finalmente, sacó un blíster de remedios analgésicos. Despegó dos.  Los introdujo en su boca, e inclinando la cabeza hacia atrás, los tragó.  Entonces, decidí acercarme. No sabía cómo comenzar. En el andar, no sentía las piernas. Llegar, se hacía largo. De repente, se detuvo. Y si ése  hombre disfruta llevando la bolsa? Y si la merece tanto o más que ella? No, nunca tanto. Jamás. Ella necesitaba tenerla para volver. Empezó a caminar de nuevo, avanzando hacia la garita.
El hombre se levantaba. Se iba. Sacaba la billetera de su bolsillo y pagaba la consumición. Con la voz asustada, como si fuera a escucharse por primera vez, le gritó “Señor, señor, usted, el de la bolsa del sol!
Nada. No la registraba. Sólo caminaba cojeando un poco la pierna izquierda. Sería fácil correr y alcanzarlo. Y así lo hizo.
No solía hacer ejercicio y se agitó mucho. De los nervios, la boca se le había secado e inclinando su torso hacia adelante, descansando su postura sobre las rodillas, se rindió. Estaba muy agitada.
Al empezar a incorporarse, en la altura todavía de la cintura, levantó la vista resignada, sintiendo latir su cabeza.  Sabiendo que no vería lo que realmente quisiera ver, se encontró en suave vaivén con la bolsa que, hamacándose, tenía frente a ella.
La podía hasta oler. Para ella, las migas estaban todavía al fondo. Como ella, escondida en un país que nunca sería suyo. Los pedacitos de pan, los recuerdos que no lograba anular. La tristeza que no dejó llorar más. Ahora las lágrimas caían sobre la vereda. Tuvo mucha vergüenza de incorporarse. Además tenía frente a su cara colorada, la anhelada bolsa.
El que la portaba se inclinó. De cuclillas. Suavemente, ubicó el mentón de ella en su mano y lo levantó. La había encontrado. Le temblaban las pantorrillas.  Recién ahora podía sentir ganada la guerra.
 Dios. Éste instante es Dios.
Ella no veía casi con esa catarata inagotable. Pero palpó los dedos que abrazaban su cara. Los reconoció. Anulados dos sentidos, pués nada veía ni escuchaba, los rozó con sus  labios. Todo olía a él. El tiempo era una vieja palabra y la eternidad, tibia, llenaba el hueco de la palma de la mano de él y la nariz de ella. Bajo las persianas de sus párpados, las centellas que dejan el sol encandilante. El todo estaba en ese cuenco.
La bolsa ahora estaba en casa.

Los Dos

Edward

Cómo me gusta mirarte los ojos Dorita!  Tan oscuros y graciosos que los tenés, pocitos sin fondo, niditos de zorzales, cuevitas de cuises entre las piedras…
Te voy a preparar el jardín más lindo del pueblo.  Será pequeño, hecho a tu medida. Sentirás crecer las azules salvias por la ventana; y sabrás escuchar mis pasos cuando te corto una margarita para que la pongas en la tacita verde agua sin asa, frente a la foto de tu madre.
Te voy a marcar los caminos con rocas y piedras rosadas; llegarás por cortos atajos a sembrar semillas. Arrodillada sobre la tierra fecunda, como una madre alimentando, las sacarás una a una del bolsillo grande del  delantal negro bordado con amapolas coloradas.  El que te regaló el holandés cuando dejaste de trabajar en su casa. Treinta años de servicio. Limpiando, cocinando, lavando ropa.  Cómo te querían. Se alegraron por vos, pero les dolió que los dejaras. Sobre todo los chicos que, aunque no viven más en el pueblo, les gusta venir de vacaciones y hallar su hogar. El que vos les construiste en la cocina, alrededor de la mesa de madera tibia con masa leudando.  
 Los damascos se iban a caer del árbol del fondo pudriéndose entre las hojas o agujereados por las loras que viven en los pinos. Eso te preocupaba, te acordás? Pero yo le pedí permiso al señor y te junté tres baldes para que le preparés el dulce como todos los años. ¡Qué lindo verte cortar la fruta de a poquito, sentada en el rincón que forma la mesa junto a la ventana de nuestra cocina! El bowl de loza blanca, un poco abollado, con los damascos recién lavados, vos con el plato, cortando con el cuchillo de mango nacarado cada tapita, cada pedazo. Separás el carozo y lo guardás en la bolsita abierta que dejás apoyada de tu lado izquierdo. Algunos los metés en la olla y los mezclás con la pulpa. Es un secreto para que salga con gustito especial, no?  Ahí se ven, zambullidos; llenando de lunares las aguas naranjas del almíbar. Yo te veo los dedos, cuidadosos, buscando el lado adecuado de la fruta para cortar, de abajo hacia arriba, y me parecen los más hermosos que haya visto jamás.  Y vos no te das cuenta, ya sé, porque me decís que qué van a ser hermosos si tenés los nudillos hinchados de  lavar toda la vida con agua helada, pero yo no veo nada feo, no siento el frío.  Por eso es, que cuando estás preparando los damascos, te pido que me des la mano unos segunditos. Al entrelazar mis dedos con los tuyos puedo sentir la rugosidad de tu piel humectada frescamente, por la crema de la pulpa tierna. Y nos queda durante el día ese aroma único, un poco dulce, un poco ácido, perfectamente cálido.  Luego, yo me encargo de llenar los frascos del café que guardamos todos los inviernos y, tras apoyarles un cuadradito de papel manteca en el borde, los cierro herméticamente.
Dorita
. Cuidado  cuando entrés, con la cabeza. No te vayas a golpear como el otro día.  Es que nunca te vas a acostumbrar a mirar un poco más arriba! Ta bien que soy bajita pero tenés que enderezarte un poco, ché. Aunque yo qué te voy a decir, pobre, que te has pasado la vida trabajando en el cementerio de los ingleses, podando rosales, sacándole los yuyos a las tumbas. Si me voy a olvidar!…siempre te veía yo. Bueno, siempre que había un entierro.  Tenías once o doce años y andabas escondido atrás de tu papá, con una palita y las manos y uñas negras de tanta tierra que tocabas. Me acuerdo cuando se murió la patrona, la holandesa.  Era todo muy raro.  Mamá había estado todo el día anterior con su noche, atendiendo el parto.  Se complicó. La señora tenía el corazón enfermo y tras haber nacido con demasiado esfuerzo, un varoncito, apareció un segundo niño inesperado, que le provocó, tras una hemorragia, la muerte.  Pobrecita… Estaba tan contenta con la llegada del bebé. Ahora eran dos y estaban sin una madre que les diera de comer y les besara la cabecita, blandita y tierna como la piel de los damascos que me juntas donde el patrón.
.  En el cementerio, hacía frío.  El sepulturero, “el inglés”, estaba detrás de un molle y un niño alto, con ojos celestes, muy tristes, se asomaba tímidamente. Me llamó la atención tan rubio que eras. Tan lindo!
Luego, no te ví muchas veces más porque los que nosotros conocíamos llevaban a los finados al cementerio del frente, donde vamos los que creemos en la Santísima Virgen.  Pero, un día el cura nos vino a avisar que se había muerto tu papá. “Ese era muy buen hombre. Más de una vez nos hizo el favor de cavarnos una fosa cuando no encontrábamos al Anselmo, siempre perdido por el vicio. Vamos a ir a acompañar a su hijo, que tiene sólo quince años y no tiene a nadie con quien estar. Reciba la gracia del cura Brochero.” Y entonces, fuimos con él.
  Estabas solo, parado al lado de la montaña de tierra, con la pala en el piso. Nos acercamos. Con prudencia, luego de saludarte, el Padre rezó por el alma del inglés. Yo te veía calladito, pálido, con los labios filosos, rojos y los cachetes mojados. Se me estrujó algo adentro que no sé qué es. Y me quedé con tus ojos transparentes de tanta agua que corría por ellos.
El holandés necesitaba un chico que ayudara al jardinero. Te dieron la piecita del fondo. Yo te espiaba cuando rellenabas con abono los canteros y, esperaba que me hablaras o cuando te llevaba la ropa que mi mamá te lavaba sin que supieras y la dejaba apoyada en los troncos cortados de leña que tenías al ladito de la puerta.
Crecimos dando vueltas por la misma casa. Las rutinas, tan lindas rutinas, rebotando, saltaron tu adolescencia y la mía.  Luego, se deslizaron tranquilas en la madurez hasta que llegó una lenta y tibia vejez. Entonces, levantaste tu mirada de la tierra y espejaste lo mejor de mí con tu reflejo.  Mirándote fui bella. Ahora, parezco el gran caracol  de mar que me alcanzas por las noches al oído.  Lejos de volver a estar envuelto en arena, anacarándose cada vez más con el murmullo salado de las olas, sobrevive del destierro, confundido, entre las toallas limpias de nuestro baño, recordando y reproduciendo eternamente el canto que atesora en su interior. Adentro suyo, todo es agua y espuma.

 Como el caracol, mi mirada interior se posa en el color azul. A veces, cuando estoy afuera, llegan con los toques del sol unos veloces amarillos que  penetran en mi ceguera, volviéndome a encantar con el verde de nuestro jardín en verano, el de las langostas, el de las hojas de rùcula  fresquísimas con las que te preparaba tu ensalada favorita. 
Pero el espejo de tus cristales transparentes…Cómo voy a hacer para mirarme?
 
Dame la mano, Dorita. Dame la mano.