lunes, 30 de mayo de 2011

Los Dos

Edward

Cómo me gusta mirarte los ojos Dorita!  Tan oscuros y graciosos que los tenés, pocitos sin fondo, niditos de zorzales, cuevitas de cuises entre las piedras…
Te voy a preparar el jardín más lindo del pueblo.  Será pequeño, hecho a tu medida. Sentirás crecer las azules salvias por la ventana; y sabrás escuchar mis pasos cuando te corto una margarita para que la pongas en la tacita verde agua sin asa, frente a la foto de tu madre.
Te voy a marcar los caminos con rocas y piedras rosadas; llegarás por cortos atajos a sembrar semillas. Arrodillada sobre la tierra fecunda, como una madre alimentando, las sacarás una a una del bolsillo grande del  delantal negro bordado con amapolas coloradas.  El que te regaló el holandés cuando dejaste de trabajar en su casa. Treinta años de servicio. Limpiando, cocinando, lavando ropa.  Cómo te querían. Se alegraron por vos, pero les dolió que los dejaras. Sobre todo los chicos que, aunque no viven más en el pueblo, les gusta venir de vacaciones y hallar su hogar. El que vos les construiste en la cocina, alrededor de la mesa de madera tibia con masa leudando.  
 Los damascos se iban a caer del árbol del fondo pudriéndose entre las hojas o agujereados por las loras que viven en los pinos. Eso te preocupaba, te acordás? Pero yo le pedí permiso al señor y te junté tres baldes para que le preparés el dulce como todos los años. ¡Qué lindo verte cortar la fruta de a poquito, sentada en el rincón que forma la mesa junto a la ventana de nuestra cocina! El bowl de loza blanca, un poco abollado, con los damascos recién lavados, vos con el plato, cortando con el cuchillo de mango nacarado cada tapita, cada pedazo. Separás el carozo y lo guardás en la bolsita abierta que dejás apoyada de tu lado izquierdo. Algunos los metés en la olla y los mezclás con la pulpa. Es un secreto para que salga con gustito especial, no?  Ahí se ven, zambullidos; llenando de lunares las aguas naranjas del almíbar. Yo te veo los dedos, cuidadosos, buscando el lado adecuado de la fruta para cortar, de abajo hacia arriba, y me parecen los más hermosos que haya visto jamás.  Y vos no te das cuenta, ya sé, porque me decís que qué van a ser hermosos si tenés los nudillos hinchados de  lavar toda la vida con agua helada, pero yo no veo nada feo, no siento el frío.  Por eso es, que cuando estás preparando los damascos, te pido que me des la mano unos segunditos. Al entrelazar mis dedos con los tuyos puedo sentir la rugosidad de tu piel humectada frescamente, por la crema de la pulpa tierna. Y nos queda durante el día ese aroma único, un poco dulce, un poco ácido, perfectamente cálido.  Luego, yo me encargo de llenar los frascos del café que guardamos todos los inviernos y, tras apoyarles un cuadradito de papel manteca en el borde, los cierro herméticamente.
Dorita
. Cuidado  cuando entrés, con la cabeza. No te vayas a golpear como el otro día.  Es que nunca te vas a acostumbrar a mirar un poco más arriba! Ta bien que soy bajita pero tenés que enderezarte un poco, ché. Aunque yo qué te voy a decir, pobre, que te has pasado la vida trabajando en el cementerio de los ingleses, podando rosales, sacándole los yuyos a las tumbas. Si me voy a olvidar!…siempre te veía yo. Bueno, siempre que había un entierro.  Tenías once o doce años y andabas escondido atrás de tu papá, con una palita y las manos y uñas negras de tanta tierra que tocabas. Me acuerdo cuando se murió la patrona, la holandesa.  Era todo muy raro.  Mamá había estado todo el día anterior con su noche, atendiendo el parto.  Se complicó. La señora tenía el corazón enfermo y tras haber nacido con demasiado esfuerzo, un varoncito, apareció un segundo niño inesperado, que le provocó, tras una hemorragia, la muerte.  Pobrecita… Estaba tan contenta con la llegada del bebé. Ahora eran dos y estaban sin una madre que les diera de comer y les besara la cabecita, blandita y tierna como la piel de los damascos que me juntas donde el patrón.
.  En el cementerio, hacía frío.  El sepulturero, “el inglés”, estaba detrás de un molle y un niño alto, con ojos celestes, muy tristes, se asomaba tímidamente. Me llamó la atención tan rubio que eras. Tan lindo!
Luego, no te ví muchas veces más porque los que nosotros conocíamos llevaban a los finados al cementerio del frente, donde vamos los que creemos en la Santísima Virgen.  Pero, un día el cura nos vino a avisar que se había muerto tu papá. “Ese era muy buen hombre. Más de una vez nos hizo el favor de cavarnos una fosa cuando no encontrábamos al Anselmo, siempre perdido por el vicio. Vamos a ir a acompañar a su hijo, que tiene sólo quince años y no tiene a nadie con quien estar. Reciba la gracia del cura Brochero.” Y entonces, fuimos con él.
  Estabas solo, parado al lado de la montaña de tierra, con la pala en el piso. Nos acercamos. Con prudencia, luego de saludarte, el Padre rezó por el alma del inglés. Yo te veía calladito, pálido, con los labios filosos, rojos y los cachetes mojados. Se me estrujó algo adentro que no sé qué es. Y me quedé con tus ojos transparentes de tanta agua que corría por ellos.
El holandés necesitaba un chico que ayudara al jardinero. Te dieron la piecita del fondo. Yo te espiaba cuando rellenabas con abono los canteros y, esperaba que me hablaras o cuando te llevaba la ropa que mi mamá te lavaba sin que supieras y la dejaba apoyada en los troncos cortados de leña que tenías al ladito de la puerta.
Crecimos dando vueltas por la misma casa. Las rutinas, tan lindas rutinas, rebotando, saltaron tu adolescencia y la mía.  Luego, se deslizaron tranquilas en la madurez hasta que llegó una lenta y tibia vejez. Entonces, levantaste tu mirada de la tierra y espejaste lo mejor de mí con tu reflejo.  Mirándote fui bella. Ahora, parezco el gran caracol  de mar que me alcanzas por las noches al oído.  Lejos de volver a estar envuelto en arena, anacarándose cada vez más con el murmullo salado de las olas, sobrevive del destierro, confundido, entre las toallas limpias de nuestro baño, recordando y reproduciendo eternamente el canto que atesora en su interior. Adentro suyo, todo es agua y espuma.

 Como el caracol, mi mirada interior se posa en el color azul. A veces, cuando estoy afuera, llegan con los toques del sol unos veloces amarillos que  penetran en mi ceguera, volviéndome a encantar con el verde de nuestro jardín en verano, el de las langostas, el de las hojas de rùcula  fresquísimas con las que te preparaba tu ensalada favorita. 
Pero el espejo de tus cristales transparentes…Cómo voy a hacer para mirarme?
 
Dame la mano, Dorita. Dame la mano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario